Una mirada, un instante..

Era de noche y ella susurraba aquella melodía infantil que le hacía recordar al viejo...

Nada ni nadie le podría arrebatar las ganas de hacerlo, de quererlo, de soñarlo y de amarlo con esa intensidad como si aún viviera aquí, como si aún estuviese sentado en aquel sofá, leyendo sus viejos libros, fumando su pipa y fingiendo su desinterés por su madre.

Su mirada era firme, una mirada de aquellas que no se olvidan. Mucho se dice que los ojos son las puerta del alma y, si eso era cierto, definitivamente el padre de aquella niña poseía la mejor caja fuerte y ella, su niña, conocía la contraseña para entrar al alma más blanca y limpia, esa tan difícil de conseguir.




Seguía de noche y la lluvia se unía a la luna como en una fiesta de gala. La dulce melodía seguía tocando a lo lejos, sin espacios y sin ritmo, como el artista que toca sin querer tocar, el artista que toca sentimientos y ansiedades que toca para nadie y para todos, que tocaba par sí, sin darse cuenta que a la luna y la noche.. se les unía un lluvia frágil.

Entonces ella lo miró... a lo lejos. Se encontró nuevamente con aquellos ojos grandes, aquella sonrisa fingida e imaginó un común hedor a pipa, inconfundible, increíble y a la vez tan real.

Ella Sonrió a lo lejos, no sabe si lo hizo por instinto o por tratar de confirmar (de alguna manera) si era ella a quién miraba fijamente. Él no dudó y asintió con esa educación que le caracterizaba, suave y tiernamente, sonrió.

La lluvia no paraba de caer, y aquel abrigo negro que le cubría se seguía mojando bajo la lluvia. Pero a ella no le importaba, estaban juntos otra vez, eran libres para hacer y deshacer. ¿podría acaso hablarle? ¿que pasaría si corriera a sus brazos como cuándo solo era una niña?

Y la luna seguía mirando, y las luces se irían apagando, como se apaga el día al atardecer, y como aquellas miradas terminan por ceder.

Ella seguía sumida dentro de aquella alma vieja, y le gritaba en silencio que no se marchara, que se quedara a tomar café.
Entonces con un gesto amable y pícaro le devolvió un saludo asintiendo y despidiendo aquel momento, y se alejó dulcemente, entre la noche, la lluvia y un dulce aroma de placer.

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Jorge Gauna
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